Desde mi experiencia
por Victoria Gullón
UNA PEQUEÑA PINCELADA
Tuve la fortuna de nacer y de ser de una tierra donde la tradición oral permaneció y sigue viva: Zamora, donde florece el Romancero.
En mis primeros recuerdos de la infancia me veo corriendo por las calles de mi pueblecito zamorano, jugando a la comba, a la pelota, al clavo, a la rayuela, a la goma, a las tabas, al escondite… acompañando los juegos cantando romances, canciones, diciendo adivinanzas y retahílas.
Los mayores también realizaban sus tareas del campo, de la casa acompañándose de romances y canciones para hacerlas más llevaderas. Cuando terminaban sus tareas en el invierno, se sentaban al amor de la lumbre y en el verano, al serano. Los pequeños los mirábamos, y escuchábamos con arrobo sus romances, sus historias…, y cuando las adivinanzas y los chistes subían de tono, nosotros no cazábamos de la misa la media.
A veces, y sobre todo en las fiestas, acompañaban el canto con instrumentos musicales, como el rabel, el pandero, la pandereta, la gaita, el tamboril, la zanfona…; también se acompañaban con utensilios de cocina como el mortero, la sartén, la cuchara repiqueteando sobre una botella de anís… Siempre había romances apropiados para expresar el estado de ánimo, en que cada cual o todo el pueblo se encontraba…; también eran tiempos difíciles. En la escuela, recitábamos los romances y los aprendíamos de memoria. Siempre que había vacaciones, me iba con los abuelos, a su pueblo de la Sierra de la Culebra, con mi maletita de cuadros que todavía conservo, y la cabeza llena de nuevos romances, canciones y retahílas, y con mi cuerpecito deseoso de mostrar a primos y vecinos, cuanto había avanzado en mis juegos desde la última vez que nos vimos.
Y ahí estaban, sobre todo las abuelas, dispuestas a sacar maravillas de sus faltriqueras; los pequeños disfrutábamos de lo lindo yendo al río, a la trilla o a buscar agua al pozo.
Luego, cuando cumplí 16 años, nos fuimos a vivir a la capital, y poco a poco fui olvidando todo aquel mundo de la infancia; me absorbían los cines, los teatros, los estudios y la vida, que te iba llevando no sabías dónde… hasta que después, los mil y un avatares más, veinte años después, me llevaron nuevamente a mi tierra. Ya habían desaparecido mis abuelos y tantas otras personas, pero quedaban otras, no tan mayores, que los habían conocido, y volví a recordar tantas cosas olvidadas. Ellos me ayudaron para que nuevamente florecieran.
Empecé escuchando a los depositarios de tanta sabiduría popular. Los primeros romances que comencé a cantar, salían solos…, otros se quedaban a medias…
Todas esas lagunas me llevaron a averiguar qué se había recogido en libros durante los últimos años, para poder completar la parte del romance o de la canción que tenía en la punta de la lengua y que no me salía, o aquella música que se me resistía; y ése querer completar, me llevó también a los grupos zamoranos de folclore y a las fundaciones e instituciones que recogieron y publicaron toda aquella sabiduría popular para que no se perdiera, y más adelante, ampliando en círculo, fui descubriendo a muchas personas de acá y de otros países, estudiosas del Romancero, que apoyaban tan magnífico proyecto.
Al principio, sentí vértigo al ver aquella diversidad de versiones…, de variantes…, de todo el inmenso mundo que ante mí se abría. Poco a poco fui encontrando mi estilo, los adolescentes me ayudaron mucho en ello, las sesiones en los institutos eran difíciles: «¿Romancero? ¿Poesía? ¡Vaya rollo!» Se me ocurrió empezar a cantar desde atrás, y todos volteaban la cabeza con las caras pasmadas; de ahí, a atraparlos, me llevó un poco más, aprovechando sus reacciones para interrumpir el romance, dialogar con ellos, comentar… y volver al canto y al recitado como si tal cosa, moviéndome entre ellos.
En «El taller cu-cú de folclore infantil», que durante diez años hice en las bibliotecas, fue más sencillo y divertido. Volver a mis juegos de la infancia, a mis romances y canciones más emotivas, que los niños se divirtieran jugando y cantando, y no se limitaran a mover el ratón del ordenador o la consola de juegos…, que recitaran y se expresaran, representando tan hermosos romances y cuentos…, toda esta experiencia me motivó sobremanera.
¿Y la poesía en la biblioteca para los «no tan niños» y ya casi adolescentes? Esos sí que disfrutaban tanto con la poesía tradicional como con los versos de autores que del Romancero habían bebido.
¿Y nuestros mayores? Cuando uno va a los centros de día, a las residencias o a sus pueblos, los que todavía viven en ellos…, cuán deseosos están de recordar y contar tantas cosas como han vivido.
Sigue habiendo personas mayores de casi o más de noventa años que aún son depositarias de tanta sabiduría popular, pero nos quedan apenas cinco, a lo sumo diez años, para poder hablar con ellas.
Somos los últimos que tenemos la oportunidad de ver, escuchar y aprender de las personas que son romanceros y cancioneros vivos.
Revista n 9. segona època. A foc lent. 2012 p. 6
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