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Doña Fortuna y don Dinero

Revista n, número 3. Solstici d’hivern del 2001.

Recollit per Fernán Caballero a Andalusia a finals del segle XIX.

Siguiendo las costumbres de aquel tiempo, bajo el seudónimo de Fernán Caballero se escondía una mujer, Cecilia Bölh de Faber, que llegó a ser una destacada novelista y periodista, pero nunca osó firmar su obra con su verdadero nombre. Hija de un alemán y una española, nació en Suiza, el 25 de diciembre de 1796. Pasó los primeros años de su vida en Alemania e Italia, hasta que en 1813 se estableció con su familia en España (Cádiz). Cecilia se casó tres veces y las tres enviudó; después de enterrar a su último marido, en 1863 se retiró al palacio real de Sevilla. De toda su obra, fueron las novelas las que le dieron más reputación. Pero, influenciada por las corrientes románticas que en aquel momento estaban en boga en Europa, Fernán Caballero se interesó por la transcripción de los relatos que las gentes del pueblo se contaban entre sí (y a los cuales ni ellos mismos daban mucha importancia), llevando a cabo su labor con buen tino y gracejo, que es como decir que supo conservar un lenguaje sencillo pero certero y mantener en todo momento ese sabor oral que hace de los cuentos un producto imperecedero y especialmente apto para contar.

Nota: el cuento que sigue a continuación viene introducido por un delicioso diálogo que reproduce, seguramente, cómo serían las conversaciones entre la propia autora y los narradores a los que acudía para que le contaran alguno de sus cuentos.

Fernán – Vamos tío Romance, cuénteme usted un cuento.

Tío Romance – ¿Qué, señor don Fernán, si los que yo sé no son más que normajos!3

Fernán – No le hace; sepa usted que a muchos les gustan los cuentos andaluces, y me dicen que se los escriba.

Tío Romance – ¿Y qué, lo que le cuento a su merced va a ser imprentado? ¡Ah, qué gracia! Vea usted: yo que pensaba que aquellas gentes tan estirazadas, que todas van a la escuela de principios, no les había de gustar más que la latinidad. Pero anda por -Dios, yo he de hacer lo que su merced me mande, que el que te favorece te ayuda a vivir, y es deuda agradecer, que el que no es agradecido, no es bien nacido. Yo iré relatando, su merced irá apuntando y le quitará a la relación mía los escuajos y barbaridades que diga yo, la pondrá repullida como cosa de imprenta, y podrá su merced escribir a aquellos usías:

Entre mi oficial

y yo hicimos este retablo;

si está bueno, lo hice yo,

y mi oficial si está malo.

Quiere su merced un cuento de encantamiento?

Fernán – El primero que te venga a las mientes; y si usted lo inventa, mejor.

Tío Romance – ¡Qué, señor, yo no sé inventar! Eso de inventar son rayos que se vienen al sentido, y yo tengo el sentido tupido, señor don Fernán; así, le contaré un cuento que sé desde que me salieron los dientes, y ya se me han caído; con que vea usted la fecha que trae.

Fernán – Mejor, los cuentos son como el vino; mientras más viejos, más valen.

Tío Romance – Pues señor, vengamos al caso; era este que vivían enamorados doña Fortuna y don Dinero, de manera que no se veía el uno sin el otro. Tras de la soga anda el caldero, tras doña Fortuna andaba don Dinero; así sucedió que dio la gente en murmurar, por lo que determinaron casarse.

Era don Dinero un gordete rechoncho, con una cabeza redonda de oro del Perú, una barriga de plata de Méjico, unas piernas de cobre de Segovia y unas zapatas de papel de la gran fábrica de Madrid.

Doña Fortuna era una locona, sin fe ni ley, muy raspagona, muy rala, y más ciega que un topo.

No bien se hubieron los novios comido el pan de la boda, que se pusieron de esquina; la mujer quería mandar, pero don Dinero que es engreído y soberbio, no estaba por este gusto.

Señores, decía mi padre (en gloria esté) que si el mar se casase, había de perder su braveza; pero don Dinero es más soberbio que el mar y no perdía sus ínfulas. Como ambos querían ser más y mejor, y ninguno quería ser menos, determinaron hacer la prueba de cuál de los dos tendría más poder.

-Mira – le dijo la mujer al marido – ¿ves allí bajo en el chueco de un olivo, aquel pobre tan cabizbajo y mohíno? Vamos a ver cuál de los dos, tú o yo, le hacemos mejor suerte. Convino el marido; enderezaron hacia el olivo y allí se encamparon; él ranqueando, ella de un salto.

El hombre, que era un desdichado que en la vida le había echado la vista encima ni al uno ni al otro, abrió los ojos tamaños como aceitunas cuando aquellos dos usías se le plantaron delante.

-¡Dios te guarde! – dijo don Dinero.

-Y a usía también – contestó el pobre.

-¿No me conoces?

-No conozco a su merced sino para servirle.

-Nunca has visto mi cara?

-En la vida de Dios.

-Pues qué, ¿nada posees?

-Sí señor; tengo seis hijos desnudos como cerrojos, con gañotes como calcetas viejas; pero en punto a bienes, no tengo más que un coge y come cuando lo hay.

-¿Y por qué no trabajas?

-¡Toma, porque no hallo trabajo! ¡Tengo tan mala fortuna que todo me sale torcido, como cuerno de cabra; desde que me casé pareció que me había caído la helada, y soy la prosulta de la desdicha, señor. Ahí nos puso un amo a labrarle un pozo a estajo, aprometiéndonos sendos doblones cuando se le diese rematado; pero antes no soltaba un maravedís; ansina fue el trato.

-Y bien que lo pensó el dueño – dijo sentenciosamente su interlocutor -, pues dice el refrán “dineros tomados, brazos quebrados”. Sigue, hombre.

-Nos pusimos a trabajar echando el alma, porque aquí donde su merced me ve con estas facha ruin, yo soy un hombre, señor.

-¡Ya! – dijo don Dinero -. En eso estoy.

-Es, señor – repuso es hombre -, que hay cuatro clases de hombres, hay hombres como son los hombres, hay hombrecillos, hay monicacos y hay monicaquillos, que no merecen ni el agua que beben. Pero, como iba diciendo, por mucho que cavamos, por más que ahondamos, ni una gota de agua hallamos. No parecía sino que se habían secado los centros de la tierra, nada hallamos, señor, a la fin y a la postre, sino un zapatero del viejo.

-¡En las entrañas de la tierra! – exclamó don Dinero, indignado de saber tan mal avecindado su palacio solariego.

-No, señor -respondió el pobre -, no en las entrañas de la tierra, sino de la otra banda, en la tierra de la otra gente.

-¿Qué gentes, hombre?

-Las antrípulas4 , señor.

-Quiero favorecerte, amigo – dijo don Dinero metiendo al pobre pomposamente en duro en la mano.

Al pobre le pareció aquello un sueño y echó a correr que volaba, que la alegría le puso alas a los pies; arribó derechito a una panadería y compró pan; pero cuando fue a sacar la moneda, no halló sino un agujero por el que se había salido el duro sin despedirse.

El pobre, desesperado, se puso a buscarlo; pero ¡qué había de hallar!, Cochino que es para el lobo no hay San Antón que le guarde.

Tras el duro perdió el tiempo, y tras el tiempo la paciencia, y se puso a echarle a su mala fortuna cada maldición que abría las carnes.

Doña Fortuna se tenía de risa; la cara de don Dinero se puso aún más amarilla de coraje; pero no tuvo más remedio que rascarse el bolsillo y darle al pobre otra onza. A éste le entró un alegrón que le salía el corazón por los ojos.

Esta vez no fue a por pan, sino a una tienda en que mercó telas para echarles a su mujer y a los hijos un rociencito encima.

Pero cuando fue a pagar y entregó la onza al mercader le puso por esos mundos diciendo que aquella era una mala moneda, que, por lo tanto, sería su dueño un monedero falso y que lo iba a delatar a justicia.

El pobre, al oír esto, se abochornó y se le puso la cara tan encendida que se podían tostar habas en ella; tocó de suela y fue a contarle a don Dinero lo que le pasaba, llorando por su cara abajo.

Al oírlo doña Fortuna, se destornillaba de risa y a don Dinero se le iba subiendo la mostaza a las narices.

Toma – le dijo al pobre dándole dos mil reales -; mala fortuna tienes, pero yo te he de sacar adelante o he de poder poco.

El pobre se fue tan enajenado que no vio, hasta que dio de narices con ellos, a unos ladrones que lo dejaron como su madre lo parió.

Doña Fortuna le hacía la mamola a su marido y éste estaba más corrido que una mona.

-Ahora me toca a mi – le dijo – y hemos de ver quien puede más, las faldas o los calzones.

Acercóse entonces al pobre que se había tirado al suelo y se arrancaba los cabellos y sopló sobre él. Al punto se halló éste debajo de la mano el duro que se le había perdido.

-Algo es algo – dijo para sí -; vamos a comprarles pan a mis hijos, que ha tres días que andan a medio sueldo y tendrán los estómagos más limpios que una paterna5.

Al pasar frente a la tienda en la que se había mercado la ropa, lo llamó el mercader y le dijo que le había de disimular lo que había hecho con él , que se le figuró que la onza era mala, pero que habiendo acertado a entrar allá el contrastador, le había asegurado que la onza era buenísima y tan cabal en el peso, que más bien le sobraba que no le faltaba, que ahí la tenía, y además toda la ropa que había apartado que le daba en cambio de lo que había hecho con él.

El pobre se dio por satisfecho, cargó con todo y al pasar por la plaza, cate usted ahí que la partida de Napoleones de la guardia civil traían presos a los ladrones que le había robado, y en seguida el juez, que era un juez como Dios manda, le hizo restituir los dos mil reales sin costas ni mermas. Puso el pobre este dinero con un compadre suyo en una mina y no bien habían ahondado tres varas cuando se hallaron un filón de oro, otro de plomo y otro de hierro. A poco le dijeron Don, luego Usía, y luego Excelencia.

Desde entonces tiene doña Fortuna a su marido amilanado y metido en un zapato, y ella más casquivana, más desatinada que nunca, sigue repartiendo sus favores sin ton ni son, al buen tun, tun, a la buena de dios, a cara y cruz, a manera de palo de ciego y algo alcanzará al narrador si el agrada el cuento al lector.

Fuente:
Cuentos andaluces
Fernán Caballero
Sevilla: Ed.Alfar, 1991